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2727. Jueves, 17 septiembre, 2015

 
Capítulo Dosmilésimo septingentésimo vigésimo séptimo: “El principio del honor es artificial, hijo de esos siglos en que los puños estaban más ejercitados que los cerebros”. (Arthur Schopenhauer, 1788-1860, filósofo alemán).

Y sigo dándole vueltas a lo mismo. Si es que las mezclas aquellas que hacíamos en las fiestas de cumpleaños, cuando con los primos jugábamos a hacer cócteles con las cosas que había en la mesa después de la comida y mezclábamos restos de cocacola, fantanaranja, un culín de anís -que siempre le quedaba a la vecina que venía a felicitar/cotillear-, una cabeza de gamba, la ceniza de un puro, un par de gusanitos que quedaban sueltos y que no se los come nadie, los huesos de las aceitunas y un chicle de fresa que alguien siempre pegaba debajo de la mesa, eran mejores. Que mezclando todo aquello, el resultado es menos asqueroso que un gelocatil desecho en agua.

¿Por qué los hacen tan malos? ¿Por qué un producto fabricado por el hombre y diseñado específicamente ¡y a propósito! para entrar en la boca (todavía si fuera un  supositorio…) tiene que ser tan repugnante? Hay gente cruel, muy cruel. La maldad humana no tiene límites.