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180. Miércoles, 17 Septiembre, 2003



Capítulo Centésimo octogésimo: ¿Por qué los relojes hacen tic, tac, tic, tac, ...?



La última vez que empecé a contarme defectos tuve que parar en el 231, justo cuando un tio con camiseta ajustada y brazos de opositor a bombero, pasó por la acera de enfrente (casi todo lo "bueno" está en la acera de enfrente "lo se pas"). Por unas cosas o por otras nunca he podido llegar hasta el final cuando se trata de sacarme "desperfectos", en cambio, si se trata de contar mis virtudes acabo enseguida, sólo hay una que va conmigo desde siempre, soy muy puntual.



Tengo mi propia teoría sobre este "fenómeno", basada en la observación, he comprobado, por supuesto de una forma científica, que cuando se trata de quedar con alguien, el idioma se vuelve algo ininteligible y por alguna extraña razón, aunque repitas mil veces que la cita será a las nueve, el 99% de la gente entiende siempre a las diez.



Pensaba yo que nadie, nunca, había podido evitar esta "dislexia horaria" universal, sin embargo resulta que hubo un pueblo que si lo consiguió.



Los galos tenían una costumbre un tanto "extraña", pero terriblemente efectiva para evitar los retrasos, costumbre que todos cumplían a rajatabla. En las grandes asambleas de representantes empleaban una convincente fórmula para que todos estuvieran en su sitio y a su hora y que consistía en matar, sin excepción, al último que llegaba.



Quizá un tanto radical, pero hay que reconocer que desde luego muy, pero que muy, efectiva.