Capítulo Dosmilésimo noningentésimo septuagésimo segundo: “La humildad de los hipócritas es el más grande y el más altanero de los orgullos”. (Martín Lutero, 1483 - 1546; teólogo alemán).
Dentro de ellos hay toda una orgía de artículos, una explosión de
kitsch y
vintage. Todos parecen iguales pero no hay dos con los mismos productos, y es que, cuando uno entra en un
bazarchino pierde la noción del
espacio-tiempo (en ellos siempre es
halloween, navidad y carnaval) entrando en un universo en el que los mundos paralelos se tocan. Además, cada vez son más grandes. Puedes haber entrado mil veces a buscar pilas que siempre parece haber un pasillo nuevo. ¿Han tirado un tabique? ¿Existe un fallo en
matrix?
Son muy amables y siempre te sonríen. Cada pequeño movimiento de cabeza se suele acompañar de una sonrisa. Y es que cuando uno entra en uno de sus bazares piensas que quizás tengas la bragueta bajada o algo en la cara. No importa lo que digas, porque ellos siempre lo repetirán riendo. Aunque le intereses menos que un grupo de
whatsapp. Pero eso sí, no se fían (con razón) de nadie. El vigilante te hace un marcaje en toda regla. No hay manera de darle esquinazo ni quiebro que le despiste. Es una inquietante figura de mirada petrificante que te sigue a una distancia prudencial y de vez en cuando asoma la cabeza en el pasillo. Una y otra vez.
Lo mejor: son baratos. Puedes entrar con un billete de 5 euros y salir con la cesta llena. Con uno de 10 ya tienes para hacerte un equipamiento nuevo completo. Y si el presupuesto es de 20, puedes llevarte a casa la última tecnología: la calculadora gigante, el
pelapatatas eléctrico, la maquinilla para afeitarte los pelos de la nariz, la bola de discoteca para el salón, el colchón inflable con forma de beso o el último grito del
gatoquehaceasíconlamano. Pueden encontrarte cualquier cosa. Y cualquier cosa es cualquier cosa. Ponles a prueba. Usa la palabra más rara del mundo o pide el utensilio más olvidado. Son el
google de las herramientas y en pocos segundos te lo habrán encontrado. Si lo que buscas no está en la tienda, seguro que está en el almacén, esos lugares inaccesibles aún más misteriosos donde esconden al
doraemon que abrirá su bolsillo mágico.
Abren muy pronto y cierran tarde. Viven allí. Comen, meriendan, cenan y crían a sus hijos allí. Y siempre estén viendo programas
raros. Algunos ni levantan la vista de la pantalla para atenderte de lo ensimismados que están con ellos. Culebrones, películas fantásticas o concursos extraños. Normal, son sus cosas. Pero por probabilidad, si en España hay gente a la que le encanta el
anime, el cine de acción de
hongkong o las películas del
zhangyimou ¿no habrá algún chino
pismoderno (
indie) que pase sus jornadas laborales viendo capítulos del
cuéntame? Digo.
Por su entrega (le echan más horas que un médico residente en urgencias), por su originalidad (venden auténticas piezas de coleccionismo imposible) por su tolerancia (allí conviven sin problemas los
doritos y las
brajasfaja con vírgenes iluminadas con
leds) o por -entre otras muchas cualidades- su atrevimiento, es obligatorio rendir un pequeño homenaje a estas (ya no tan) pequeñas
joyas.