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2836. Jueves, 3 marzo, 2016

 
Capítulo Dosmilésimo octingentésimo trigésimo sexto: "Me lanzó una mirada radiante, luego cerró los ojos e inspiró aire sonoramente por la nariz, como si acabáramos de intercambiar olores en lugar de palabras". (Siri Hustvedt 1955; escritora estadounidense).

El olfato, junto con el común, es uno de los sentidos que peor me funciona, pero hay veces que el olor que desprenden algunos individuos, cuándo sus bacterias descompuestas y malolientes deciden hacer fiesta en la axila (y aledaños), clama al cielo Que más que una ducha necesitarían un spa.

Ya sé que lo del mal olor puede considerarse toda una tradición cristiana, española y decente: La extraña costumbre musulmana de las abluciones diarias hizo que la práctica de lavarse fuera considerada poco menos que una herejía y si lo hacías, te podían confundir con uno de esos infieles que ¡se lavaban! Incluso alguien tan héroe y respetable como El Cid era temido, además de por su espada y su valor, por su muy caballeroso olor.

Pero hasta las mejores y más gloriosas tradiciones pueden evolucionar, digo yo.

La pregunta es ¿qué puede hacer que una persona viva en perfecta fraternidad con sus semejantes sin darse cuenta de que huele igual que un camión de estiércol? ¿Es un cerdo y no le importa o simplemente no sabe que apesta?

¿Cómo decirle a alguien que huele mal, precisamente que huele mal?