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2820. Miércoles, 10 febrero, 2016

 
Capítulo Dosmilésimo octingentésimo vigésimo: “En política siempre hay que elegir entre dos males". (Christopher Darlington Morley, 1890 - 1957; escritor estadounidense).

Hay muchas causas por las que soy alérgico a bodas, banquetes, comuniones, entierros y cualquier otro acontecimiento dónde sea necesario usar calzoncillos. En general, las razones de este rechazo suelen ser las mismas. Independientemente de si el protagonista es un novio o un muerto, resulta que tengo cierta alergia a saludar una y otra vez y con una sonrisa forzada, a gente que parece conocerte de toda la vida pero que no recuerdo haber visto jamás, mientras aguanto en la espalda palmadita va, palmadita viene.

Evidentemente, además de esta razón, válida para cualquier tipo de reunión, cada evento presenta ciertos matices exclusivos que hacen aumentar aún más ese rechazo. Por ejemplo una boda: ¿hay algo más horroroso que el trozo de tarta de boda que siempre te ponen? Vale, en general la comida es asquerosa, el salpicón de mariscos no es más que lechuga con una salsa color crema de limpiar zapatos, la ternera a la crema de pimienta negra es algo semejante a lo que deja un perro con diarrea y las patatas redondas vaporizadas parecen cucarachas albinas a las que le han quitado las patas.

Pero el remate final de la tarta convierte todo lo comido hasta entonces en una exquisitez absoluta.

Algún día de esos tontos en los que uno se siente atrevidamente salvaje se puede hacer la prueba y, sin los efluvios del alcohol presentes en la mente, podemos sumergirnos en una de las experiencias más asquerosas en las que puede caer el ser humano en su vida: comer tarta de boda a pelo.

Para que luego digan que ser abstemio no tiene inconvenientes