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2779. Miércoles, 2 diciembre, 2015

 
Capítulo Dosmilésimo septingentésimo septuagésimo noveno: “Nada se parece más a un hombre honesto que un pícaro que conoce su oficio”. (George Sand, 1804 - 1876; escritora francesa).

Abres la nevera y siempre encuentras alguno (o todos) de los siguientes elementos: bote abierto de tomate frito, bote de ketchup y/o mostaza (de la misma antigüedad que la propia nevera); un tuperware del que se desconoce cómo y cuándo llegó allí, lleno de algún extraño alimento que ya ha creado su propia fauna interna; una botella de algo que parece tuvo gas aunque hace meses que dijo adiós a su última burbuja, y, en el fondo de algún cajón, un yogur a punto de cumplir su primer aniversario de la fechadeconsumopreferente, una hoja de lechuga que se ha llegado a secar tanto que parece un alga fosilizada… y medio limón.

Lo del medio limón es un mundo aparte. Antes comprabas limones y a los dos días empezaban a cambiar su color amarillolimón (para que luego digan que los que les ponen nombres a los colores se esmeran) por una extraña capa entre gris y blanca formada por cienes y cienes y cienes de bichos microscópicos que nacían y se multiplicaba por generación espontánea. Que se te ponía pocho a los dos días, vamos. Ahora, ya pueden pasar semanas, meses, años, lustros, que el limón se mantiene tan lustroso (o más) que cuando lo compraste. Dicen que para que se mantengan así los tratan con un montón de productos químicos. Que digo yo si no podían aplicarnos a nosotros los mismos potinges que a los limones y así conservarnos igual. Tanto preocuparse por los limones... y a los demás que nos zurzan. ¿No estamos en la época de la tecnología? ¡Pues que se note, coñe! Y no solo con los limones.