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1772. Miércoles, 23 febrero, 2011

 
Capítulo Milésimo septingentésimo septuagésimo segundo: “Se puede confiar en las malas personas, no cambian jamás” (William Faulkner, 1897-1962; poeta estadounidense)

Me escribe una joven y distinguida señora invitándome a tomar parte en un curioso y sólo aparentemente pueril torneo de los muchos que, cándidamente, vienen teniendo lugar en estas notas. Ni más ni menos que sobre si es o no es indebido pedir un huevo frito en un buen restaurante. Y, ya llegando al fondo de tan crucial disquisición, si es o no conveniente mojar pan en él.

Tema difícil si los hay, porque bordea el posible fastidio de muchos, y plantea todo un reto (sin negar que el reto es, para el hombre, una de las salidas al mar de la delicia -¡eso es poesía y lo demás fruslería!) ya que es una de esas opiniones que tanto se parecen a los culos (o al hojaldre como lo llama cariñosamente cierto conocido): cada uno tiene el suyo.

Parto de que el espectáculo de comer debía ser la mayor parte de las veces privado, sobre todo en relación de amores, pero ya entrados en materia, no sé por qué a los mismos que les parece un espectáculo grandioso contemplar en los garfios de un tenedor la carne sangrienta les parece insufrible y tremendo ver un trozo de pan manchado de yema.

Con los peligros que tienen todas las afirmaciones, y más cuando se hacen tan categóricamente, a mí me parece que no mojar pan en un huevo no tiene disculpa. No saben los que se pierden.