Capítulo Milésimo ducentésimo septuagésimo quinto: "Todos nos volvemos locos alguna vez". (Anthony Perkins en Psicosis; Alfred Hitchcock 1960)
Uno, quizá por aquello de ser de provincias, nunca se ha creído mucho eso que intentan vendernos casi todas las novelas románticas sobre que para disfrutar del sexo se necesitan fondos llenos de nocturnos de
Chopin, ojos negros y profundos bañados en lunas plateadas, aromas al incienso de
Edelwais, o interminables atardeceres otoñales a la luz de la chimenea.
Hombre, a ver, no digo yo que como prolegómenos no vengan bien, pero sólo en esos momentos. Y luego... que el componente
animal haga de las suyas.
Y es que, lo de la química sexual nos suele enganchar sin respetar lógica alguna; al menos yo prefiero el sexo con sensibilidad pero sin recato, con todos los sonidos corporales que pueda llevar asociado, alguna que otra, por no decir muchas, palabras lo más políticamente incorrectas posibles, las inevitables manchas viscosas y ¡por supuesto! ese más que dudoso olor ambiental que acaba dominando el paisaje.
Porque cuando deseas a alguien y estas a gusto de verdad, los pelos revueltos, los sudores desenfrenados, los olores carnosos y algún que otro detalle mundano más, pueden convertirse en los afrodisíacos más potentes.
Para gustos.