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Domingo, 13 julio, 2008

 
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"Si la palabra genio no estuviera tan de rebajas que hasta la pija con más oseas por minuto describe a su instructor de esquí acuático con un "es genial", sería un adjetivo perfecto para hablar de Fernán Gómez. Lástima. Pues bien, en uno de sus hallazgos de sabiduría Fernán Gómez afirmaba que ya no hacía teatro porque odiaba la idea de tener gente que le mirara mientras trabajaba. En cualquier otra profesión, sostenía, esto sería algo inadmisible. Desde que le escuché decir esto, cuando oigo a otros actores entonar el hipócrita tópico de que "se deben al público" pienso que rebajan su oficio al de funcionario de ventanilla en cualquier ministerio.

Hace algún tiempo triunfó en Broadway un musical bien particular, con más de 20 números cantados y una docena larga de actores. La particularidad residía en que desde su puesta en escena estaba prohibida la asistencia de público. Los actores representaban dos funciones diarias para el vacío patio de butacas. Lo que podría parecer una excentricidad, si no una simple estupidez, resultó ser el montaje favorito de la crítica especializada, que tampoco vio la función, pero que alabó el gesto de no perseguir la comercialidad a cualquier precio. Bien es cierto que los actores vivían de otros oficios que compaginan a duras penas y el empresario del teatro era un rentista de familia, pero lo cierto es que ellos mismos declararon a la prensa que se trataba de su trabajo más conseguido, gracias a dejar de lado la presión del espectador presente y la responsabilidad de decepcionar. El único que parecía lamentar esta actitud era el gris libretista, un tal Findelbaum, que aspiraba a un buen pellizco de su porcentaje de taquilla, pero como bien ha dicho un cronista neoyorquino todo sirve para frenar de una vez la dictadura del público.

Porque si echamos un vistazo a la historia no deja de llamar la atención cómo la importancia del público ha ido acrecentándose con los años. Hoy en día ya nadie duda de que el espectador es más importante que el espectáculo. De hecho, existen iniciativas de grupos vecinales que reclaman para un futuro no muy lejano que sean los actores los que paguen al público para que éste acuda a verlos. En cierto modo esto ya sucede con la televisión, donde la audiencia es la finalidad y el producto sólo esa cosa engorrosa que debe servir para atraerla.

Los creadores se preguntan desde hace tiempo si existe un éxito privado aparte del "éxito de público" que, como su propio nombre indica, es un éxito más de los espectadores que del propio espectáculo. Por supuesto que todos coinciden en señalar que un autor vive del público, pero sería más sincero reconocer que vive del dinero de su público, en realidad al público, así en abstracto, se la suda si no fuera por su generosa aportación en divisas. Gente seria se interroga sobre si el público da la felicidad o roba la libertad. Aprovechando que es agosto, dejo inconclusa esta dialéctica y paso de todo, les planteo sólo una seria cuestión: ¿todos los públicos son iguales?

Tan sólo dos aportaciones dejénme decir que geniales con permiso del pijerío. La de Ferran Adriá, cocinero de El Bulli, mago del paladar, que en el café inundado de su convesación maravillosa confesó: "Lo importante no es el plato cocinado, es que el que lo come esté a la altura. El artista no es el que inventa, es el que consume". Sabia receta. O la más antigua idea de Lichtenberg cuando escribió: "Un libro es un espejo. Si se asoma un mono no puede ver reflejado un apóstol. Carecemos de palabras para hablar de sabiduría con un estúpido. Ya es sabio quien entiende a un hombre sabio". Así que cuando nos reincorporemos a nuestro poco reconocido oficio de público sabremos sólo una cosa más: no somos inocentes"
Transmongoliano día 17: Pekín