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1163. Martes, 15 abril, 2008

 
Capítulo Milésimo centésimo sexagésimo tercero: “Cuando era joven, me decían “Ya veras cuando tengas cuarenta años”. Tengo cuarenta años y no he visto nada" (Eric Leslie Satie 1866-1925; compositor y pianista francés)

Cuchillas de bronce y trozos de pedernal. Esos eran los instrumentos con los que los hombres empezaron a quitarse la barba. El caso es que muchos años después, y diseños aparte, tampoco hemos avanzado mucho. Afeitarse sigue siendo una carnicería.

Desde entonces ha aparecido la espuma de afeitar, una espuma que contiene aire, derivados de petróleo y fragmentos de algas, elimina muy mal la grasa de la piel, lo que hace que el pelo no se corte bien y acabe como si lo hubiesen sometido a auténticos hachazos. Entre 100.000 y medio millón de trozos de células cutáneas desgarradas se encuentran en la hoja de afeitar tras la escabechina. Y en la cara , un mar de cráteres y cicatrices se van llenando lentamente de sangre preparando para la otra novedad en estos últimos siglos: el after-shave y su buena dosis de alcohol que hará que la pobre piel, ya machacada, reaccione estrangulando los poros (estrangular y astringente tienen el mismo origen etiológico).. y eso duele..

Al menos esta vez la culpa no tiene nombre de mujer. Es verdad que siempre hubo quien se afeitaba por capricho –el masoquismo es un opción-, pero la culpa de su obligatoriedad hay que echársela a Alejandro Magno quien exigió a sus soldados que se afeitasen la barba para que los enemigos no pudiesen agarrarles por ella.

Claro que, mirándolo por el lado positivo, menos mal que sólo se le ocurrió lo de la barba. El mismo argumento de cortar todo aquello que el enemigo pudiera agarrarle a un soldado podía haberlo aplicado a tantas cosas que sólo de pensarlo...

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