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1051. Miércoles, 10 octubre, 2007

 
Capítulo Milésimo quincuagésimo primero: "Nuestros defectos son como nuestros olores corporales: no los percibimos y no molestan, salvo a quienes están con nosotros". (Anna Teresa Lambert, 1647-1732; escritora francesa)

Mucho se ha hablado de las causas que propiciaron la caída del Imperio Romano. Y, aunque no fuera la principal, seguro que fue una de las más importantes la obsesión que les entró en sus últimas décadas -justo antes de ser invadidos por los bárbaros del norte- por camuflar sus olores corporales.

Aquí a los romanos -y a falta de desodorantes- no se les ocurrió otra cosa que colocarse bajos las axilas (sobacos) almohadillas con sustancias aromáticas. Una mariconada como otra cualquiera que no hacía más que confirmar el fin de una civilización. Al fin y al cabo la historia es el mejor testigo: los pueblos empiezan a dejar de ser poderosos cuando cambian sus efluvios a choto por el de los limones salvajes del caribe.

Y es que el olor personal -una combinación única de aroma natural (determinado por la herencia genética y la raza), de otros adquiridos a través de los alimentos que se consumen o causados por las emociones que se experimentan, y de algunos más que son periódicos y están relacionados con los ciclos de fertilidad- tienen mucha más utilidad de las que a primera vista parecen.

Y no sólo en la cuestión de despertar el instinto sexual, una función que todos conocemos ampliamente. Milenios antes de que se inventaran los desodorantes, nuestros antepasados se servían de su olor para identificarse entre si y para olfatear en la distancia a los miembros de otras tribus poco amigables.

Algunos lo siguen haciendo. El pueblo Dassanetch de Etiopía considera que no hay aroma más placentero que el de las vacas, por lo que los hombres se lavan las manos con orina vacuna y se untan el cuerpo con sus excrementos, mientras que las mujeres eligen la mantequilla como crema corporal y cubren con ella su cabeza, hombros y pecho. Los Dogon de Malí consideran, por su parte, que el olor de la cebolla es el más agradable del mundo, así es que sus jóvenes se frotan con este tubérculo frito cuando quieren ponerse elegantes.

Ya que estamos siempre hablando de las bondades de lo "natural", deberíamos de reivindicar nuestro olor. Y que no se nos olvide que el desodorante no fue más que un invento del puritanismo del siglo XIX y su obsesión por hacer desaparecer los olores corporales que "generan la tentación del coito dejando en pecado a un cuerpo que no parece sujetarse a las decisiones del espíritu". Ellos se lo pierden. Nosotros, a oler.

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... más olores..pero mucho más agradables.