No digo yo que el extranjero no sea bonito, tampoco es cuestión ahora de despotricar sólo por no haber nacido en él (aunque un poco más y en vez de
picaos serranos charros andaría haciendo gorgoritos con los
fados), pero lo malo que tiene el extranjero -aparte de ser muy grande- es que cada vez que vas por allí te encuentras a españoles por todos los sitios todo el tiempo.
Y pocas cosas hay más reconocibles que un español en el extranjero. Y ya no por su atuendo, su proverbial torpeza en manejar el mapa, su extraña manía por pinturrujear su nombre (y el de toda su familia) en las mesas de los
Mac´Donals, o su inglés grado medio que, a la que sales, se convierte en una mierda de inglés, sino por las cejas.
Tengo una amiga que dice que por esos mundos de dios nos solemos identificar los unos a los otros porque nos suenan las cejas. Y tiene razón. Pocas cosas nos hermanan tanto como esas dos filas de pelazos encima de los ojos que tan inconfundibles nos hacen y que tanto gustan por ahí fuera.
Si al final se deciden a ponerle letra al himno nacional que no se olviden de ellas. Y más ahora que, desaparecido el otro símbolo patrio, la boina, tan pocas cosas nos unen como pueblo. Ojala no les demos también la espalda.