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655. Viernes, 25 noviembre, 2005

 
Capítulo Sexcentésimo quincuagésimo quinto: "Después de todo, lo mejor que uno puede hacer cuando llueve es dejar que llueva". (Henry Wadsworth Longfellow. 1807-1882 poeta estadounidense)

Enrique VIII y Ana Bolena tuvieron una hija que llegó (antes de morir ejecutada como era costumbre de la época) a Reina de Inglaterra, bajo el muy original nombre para una reina inglesa (aunque ésta fue la primera en usarlo) de Isabel.

Y había un conde, el de Leicester, empeñado a toda costa en conquistarla.

Como el amor es una de las enfermedades mentales que más altera a quien la sufre, al pobre conde no se le ocurrió otra cosa que intentar obtener los favores de su amada regalándole sin parar, ¡durante diecisiete días seguidos!, conciertos de trompeta "adornados" con fuegos artificiales y bailarinas vestidas como ninfas y doncellas que salían portando espadas de un lago, un lago que hizo construir especialmente para la ocasión.

Después de tan largo y rumboso espectáculo que acabo dejando en la más absoluta de las ruinas al conde, al pobre (ya "pobre" en todos los sentidos) no se le ocurrió otra cosa que pedirle a la afortunada señorita que se casara con él.

Y ella le dijo que no.

Aunque las comparaciones sean odiosas y a uno siempre le duela más el dolor de muelas propio que el cólico nefrítico del vecino, no está de más saber que, al menos en cuestiones amorosas, siempre hay quien nos supera a la hora de hacer el tonto.

Hasta el lunes.