-   


  

  525. Jueves, 14 Abril, 2005

 
Capítulo Quingentésimo vigésimo quinto: "El llanto es tan saludable como el sudor, y más poético" Alejandro Casona 1903-1965, escritor español)

Tal y como tenemos montada la civilización en la que nos movemos, quien más y quien menos puede llegar a perder la cabeza en algún momento y acabar por hacer cualquier locura.

Algunas desagradables noticias de ayer mismo, contando algo tan inexplicable como es un parricidio, por ejemplo, son una buena prueba.

Por lo que propongo que si uno tiene esa "mala" costumbre y cree que no podrá evitarla, al menos programe esa pérdida para momentos en las que no tengan consecuencias para los demás.

Al inquieto y un tanto gamberro Oliver Cromwell (1599-1658) siempre le había gustado mucho viajar, pero su manía de declararle la guerra al rey de turno y su empeño en andar todo el día trasteando con malas compañías, le habían dejado poco tiempo para ello.

El caso es que el pobre Oliver se murió y como tal, lo enterraron en la Abadía de Westminster.

Pero al cabo de dos años un puñado de rencorosos desenterraron su cadáver y, arrastrándolo en un trineo hasta la cuidad de Tyburn, lo colgaron en la plaza.

El verdugo de la ciudad descolgó el cuerpo, lo arrojó al patíbulo y, de ocho hachazos, le cortó la cabeza, tirando su cuerpo a un foso y empalando la cabeza a un poste de ocho metros de altura y punta de hierro que fue colocado en el tejado de Westminster Hall.

Allí estuvo veinticuatro años cuando una tormenta lo arrancó del soporte. Un capitán de la guardia robó los restos y los escondió en la chimenea de su casa, mientras los seguidores de Cromwell buscaban desesperadamente sus restos.

El capitán mantuvo su secreto hasta que, en su lecho de muerte, se lo confesó a su única hija, que acabó deshaciéndose de ella en la primera esquina que encontró libre.

Años más tarde, la cabeza apareció en un espectáculo de curiosidades hasta que, en subasta, fue comprada al módico precio de sesenta guineas por actor Samuel Russell quien se la ofreció al Sydney Sussex College, del que Cromwell había sido alumno. La dirección la rechazó.

Poco después, y ante la ruina en la que estaba, Russell decidió exponerla públicamente cobrando por ello; visto el escaso éxito del negocio, acabó vendiéndosela al primero que la quiso, en este caso a James Fox, joyero, que pagó, en 1787, 118 libras por ella.

Diez años más tarde, Fox, harto de tener la cabeza en casa, la vendió por 230 libras a tres empresarios que volvieron a exhibirla públicamente en la calle Bond de Londres cobrando por verla, aunque, como la primera vez, el espectáculo fue un sonoro fracaso.

La "heredera" de la cabeza, la hija de uno de los empresarios, se la acabó vendiendo en 1814 a un apasionado de la historia inglesa, el doctor Wilkinson, quien la cuido y restauró tratándola como si fuera una verdadera "joya".

Finalmente, en 1960, la familia Wilkinson la ofreció nuevamente al Sydney Sussex College, que esta vez la aceptó, para enterrarla de una forma discreta en sus jardines.