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155. Jueves, 24 Julio, 2003



Capítulo Centésimo quincuagésimo quinto: ¿Pueden las mujeres escribir su nombre en la nieve meando?



A nadie se le ocurre levantarse por la mañana y saludar con un "buenos días" a la lavadora o a la cafetera, sin embargo, y por una extraña y desconocida razón, acostumbramos a intentar "dialogar" con los aparatos de casa si estos dejan de funcionar, pensando que el microondas, la lavadora, la televisión o el cajero automático, tienen la capacidad de escucharnos.



Los pasos que seguimos son más o menos los mismos siempre, primero les hablamos con cariño, en voz baja, como pidiéndoselo por favor: "vengaaaa, bonitoooo, no te vas a estropear ahora.." para pasar a una segunda fase, que va del ruego a la orden, según nos vamos dando cuenta de qué, o no nos oye, o lo que es peor, nos oye y no nos hace ni caso.



La tercera fase es el insulto, si el aparato en cuestión se pone bruto los demás también sabemos ponernos en nuestro sitio; Pero por más que le grites eso de "eres una mierda", o "no sirves para nada", maldito el caso que te hace. No está mal recordar en este punto, según está la cosa de los malos tratos, que pueden estar escuchando los vecinos y que quizá no convenga meterse con la madre del aparato, sin antes dejar bien claro que uno está peleándose con la batidora, por ejemplo.



Si sigue sin funcionar, que seguirá, se pasa a la cuarta fase, la violenta, empezamos siempre por golpes pequeños, casi caricias, como si diéramos palmadas a un niño pequeño para que eructe, palmadas que van aumentando de intensidad hasta parecerse a esas que te sacude un tio del pueblo al que no ves hace cinco años. Y sin saber como, resulta que tú, pacifista convencido donde los haya y que en su vida a matado una mosca, te encuentras aporreando el cacharro como si reprimieras una "manifa-antiglobalización" cualquiera.



La última fase, si el aparato en cuestión sigue pareciéndose aun al original, consiste en sacudirlo de una forma lo más espasmódica posible, como si estuvieras poseído por la niña del exorcista, hay que agitarlo de manera violenta pero constante, haciendo ligeras paradas para tocar desesperadamente y de manera indiscriminada todos y cada uno de los botones que el aparato y su respectivo mando a distancia -si lo tuviera o tuviese- tengan, igual que un pianista histérico en medio de un concierto. Tampoco suele funcionar.



El final es siempre el mismo, con una nunca confesada resignación, te das cuenta de qué tampoco necesitabas usarlo de manera tan urgente, que ya habrá tiempo de llevarlo a arreglar, porque aunque lo único que le pasaba es que estaba desenchufado, después del cuarto de hora de la tortura a la que lo hemos sometido, seguro que tendrán que cambiarle unas cuantas piezas.